¿Qué lleva a un profesor universitario a pensionarse, más allá del cumplimiento de un requisito legal de edad y de años laborados?, ¿por qué debe abandonar aquello a lo que le dedicó la vida y aún ama y tiene condiciones para seguirlo haciendo?, y por qué, en algunos casos, los trámites de la pensión parecen más un castigo que un reconocimiento?
Interesante reflexión que realiza, en su "Tratado sobre la jubilación de una profesora universitaria", la chilena Guisela Parra, en un blog que, aunque específico para Chile, se constituye en una reflexión para nuestros profesores.
El siguiente es el texto:
Primero, las preguntas y la balanza: ¿quiero renunciar al contacto con las nuevas generaciones? ¿Quiero suspender mi aporte al desarrollo profesional y personal de los jóvenes que me ven? ¿Me han dejado tan cansada mis 36 años de trabajo, que necesito abandonarlo ahora? ¿Estoy tan hasta la coronilla con el mercado de la educación como para separarme del quehacer docente? ¿Es imperiosa la necesidad de dejar de sentir que las rejas de una prisión invisible me estrujan desde fuera y no puedo zafarme? ¿Cuánto me estorban la vida los formularios, los convenios académicos con su respectiva evaluación y, sobre todo, la firma en la mañana y la firma en la tarde? ¿Cuánto me pesa el hastío de ser la única académica en el área de inglés a quien le importa que le quiten la dignidad de un servicio higiénico realmente higiénico, con jabón en el lavatorio y papel para limpiarse el culo? ¿Cómo sería la vida si tuviera la libertad de escribir cuando se me antojara; tal vez hacer proyectos; tal vez leer los libros que me esperan, pacientes, en el velador; tal vez etcétera, mientras aún me funciona la entendedera? ¿Cómo sería si en cualquier momento pudiera pasear, contemplar, hacer vida social o quedarme en mi casa mirando por la ventana, según lo decida?
¿Qué haría si me pertenecieran todas las horas del día, antes de que ya no pueda elegir?
Más o menos esto es lo que sopesa una mujer como yo al cumplir 60.
Supongamos que, después de considerar todas las consideraciones que pueblan la balanza, esta mujer decide dejar atrás, antes de que sea tarde,
(1) la presión, la angustia y la tristeza provocada por una institución universitaria dizque del estado, con misión rimbombante y plan de desarrollo de fantasía, para impresionar a no sé quién y descollar en el mercado;
(2) innumerables papeles y formularios que exigen, exigen, exigen, lo posible y lo imposible, a objeto de controlar que el quehacer no se desvíe hacia la incertidumbre del saber, como antaño;
(3) la falta de respeto, de empatía y de humanidad hacia, paradójicamente, los seres humanos, inadvertidos en un mundo cuyo mayor tesoro, que hay que perseguir con desesperación, son las publicaciones indexadas, las carreras acreditadas y el marketing con disfraz de academia;
(4) la necesidad de manejar y aprender, hasta más allá de su interés, una tecnología que se le ha hecho incomprensible de tanta actualización;
(5) las múltiples arañas que pueblan la oficina compartida, con sus telas cubriendo libros y muebles, la mesita del café chorreada, las tazas sin lavar, con su consiguiente cultivo de hongos y, en general, la falta de aseo en la oficina y en el baño, cuya chapa descompuesta hará que cualquier día alguna académica incontinente se mee en los calzones antes de que logre abrir la puerta;
(6) la cada día menos soportable contaminación acústica permanente que, desde el gimnasio vecino, avanza in crescendo al ritmo de la zumba, la aeróbica o lo que fuere, castigando oídos y concentración… entre otros factores.
No cuenta esta mujer, sin embargo, con que toda una vida de 60 años cronológicos no es suficiente para perder la candidez y creer que jubilar será cosa de firmar algún papel y listo: la libertad.
Sube tempranito los interminables y escarpados escalones que llevan al 3º piso, Oficina de Personal, cuya jefa, muy amablemente, le da información, instrucciones y papelito. Lo primero, escribir al rector una carta de renuncia, donde se explicite que sí quiere el incentivo correspondiente (aquí el silencio no otorga nada). Lo segundo, recorrer todos los campus, con excepción del de Ovalle, menos mal, para que el jefe o director o mandamás de cada una de las 10 reparticiones (tal vez 11, es fácil perder la cuenta) esparcidas por diversos campus, distribuidos por toda la ciudad, firme el papelito que ella obtuviera mientras recuperaba el aliento en la cima de la escalera: no un papelito, sino el papelito; todas las firmas hay que “sacarlas” en el mismo papelito. Esto, para certificar que la funcionaria no tiene deudas, cargos por resolver, y vaya una a saber qué más.
Con claridad meridiana y mucho entusiasmo, la académica comienza su periplo. Sube la colina de su campus para firmar la asistencia matutina, va a su oficina, escribe la carta, no funciona la impresora, menos mal que hay internet, la manda a la secretaria para su impresión. Va a buscar la carta impresa a la secretaría y aparece el Director del Departamento (¡el jefe directo, primero en la lista, qué suerte!). Le presenta el papelito; pero él no firma, porque no le consta que la funcionaria no tenga cargos pendientes, explica. Perpleja, se pregunta a qué estamento puede dirigirse entonces, que tenga la constancia y, además, sea su jefe directo: no hay, de manera que da lo mismo que le conste a otra persona. Piensa que el jefe directo ha omitido, en su interior de Director de Departamento, una reflexión que le corresponde: si no le consta a él, y sin embargo no corresponde a ninguna otra persona certificar aquello, más valdría que averiguara si a alguien le consta, para no impedir a esta funcionaria ejercer su derecho al retiro.
Sale el jefe de la oficina y sólo entonces la académica se entera, por conversaciones entre secretarias, de que primero es el papelito y después la carta de renuncia, papelito adjunto; no al revés. Menos mal, porque en la secretaría no quedan sobres. La académica elabora un itinerario ajustado a la más lógica de las lógicas, y comienza el periplo: 1. Casino: Don Fulano se retiró recién, mañana sí que lo encuentra; 2. Bienestar del Personal: el jefe está con permiso, tiene que juntar todas las firmas y al final venir para acá (a la chucha el itinerario, también la lógica); 3. Múltiples preguntas y lugares intrincados para encontrar la Dirección de Servicios (con la cual nunca ha tenido contacto): Director Don Sutano, ausente; 4. Biblioteca: Director se encuentra en la ceremonia de aniversario de la universidad (¡ahhh! entonces por eso no estaban los otros tampoco), “pero puede dejar el papelito y mañana está firmado”. Se agradece una esperanza. A estas alturas, por cierto, cualquier sesentona estaría cansada. Ésta también. Decide continuar al día siguiente, total, todo el itinerario está desarmado y la lógica, patas p’arriba. Llega la sacrificada académica a su casa y suena el teléfono: “¿Se te olvidó que tenías que hacer clase de traducción literaria?” Es la Coordinadora de Carrera. Plop.
¡Por supuesto! ¿Cómo pudo pensar con un sentido común tantas veces aplicado y descartado por obsoleto? ¡Cómo pudo siquiera imaginar una universidad en Chile (u otro lugar del mundo) en cuya lógica cupiera un razonamiento como el suyo! Que comenzar el año con una profe que va a estar jubilada al cabo de dos semanas de clases (4 clases, exactamente) no tiene sentido pedagógico ni ningún otro; que lo único que se lograría sería desconcertar al estudiantado. A pesar de todos sus largos años de docencia universitaria, no ha aprendido nada: lo verdaderamente relevante en la Misión de la Universidad es ahorrarse las 8 horas que habría que pagar al profe nuevo (ése que boletea, pobrecito).
Pero volviendo al periplo: al cabo de varios días, el papelito de marras está pletórico de firmas, incluso la del jefe directo, que tal parece, hizo la averiguación; ha llegado el momento en que se debe adjuntar a la carta de renuncia y mandarla al Sr. Reptor (como lo llama, universitaria y formalmente, su señora esposa, muy universitaria y formal). Este trámite sí puede hacerse mediante estafeta; no es necesario ir personalmente a entregarla a la rectoría. Tampoco importa si en ese momento el señor Reptor no se encuentra allí: de cualquier modo, emitir la resolución pertinente le llevará tres semanas (incluye firma, a Dios gracias). Feliz y triunfante, la académica decide ir inmediatamente (previa firma en la hoja de asistencia) a la AFP, con el fin de comenzar lo antes posible el proceso correspondiente, que según ya ha averiguado, no es breve.
Error: la carta fue devuelta porque faltan trámites que a la académica no se le ocurrió hacer, por tener la mente ocupada en cosas menos trascendentes, como la literatura o su propia vida interior. Estos trámites no le fueron informados en el agotador tercer piso, por obvios. Al menos, eso es lo que piensa la secretaria de la Oficina de Personal, a juzgar por el tono de su voz: “¡Pero claaaro pues, profesora; tenía que escribir una carta al Director del Departamento para que él tome razón y después se lo comunique al Decano, no ve que tienen que estar al tanto de que cuentan con una académica menos en la planta, por si llenan el cargo y…”
Afortunadamente, Santa Secretaria se ocupó de desembrollar todo el embrollo y comunicar todo lo incomunicado, seguramente porque percibió que la académica ya estaba a punto de perder la cordura (si es que alguna vez la tuvo, nunca se sabe).
Ahora, sólo le resta esperar que pasen la semana que le queda por firmar la hoja de asistencia, mañana y tarde, y las tres semanas que demorará el Señor Reptor en firmar la resolución, para que la académica pueda comenzar con la próxima ordalía: el proceso de tramitación de la llamada pensión de vejez –cuyo primer paso demora 60 días–, con los ojos bien abiertos ojalá, de manera que, ojalá también, el plumaje de la perdiz que le embolinen la AFP y las compañías de seguros tenga la menor densidad posible; el dedo que le meta en la boca (por no decir algo peor) el libre mercado sea lo más delgado y misericordioso que un dedo pueda ser. Al fin y al cabo, todos los trabajadores chilenos, y en especial las trabajadoras chilenas, sabemos que la holgura de los plazos que se toman estas entidades para calcular no es proporcional al monto de la pensión que vamos a recibir: una especie de limosna miserable (mejor sería recibir una de Farkas), una caridad sacada de la fortuna que han amasado año tras año los dueños del país, con cada mes de salario de los que trabajan para ellos, es decir, todos nosotros. Parece la descripción de un círculo vicioso, pero no lo es. Al menos para ellos, no: por el contrario, es virtuoso y fructífero. Y lo seguirá siendo, seguirá rodando y rodando como aplanadora sin freno cerro abajo, mientras los ciudadanos no le pongan fin.
Y si el cansancio de 36 años tratando de educar, construir, entregar y soportar ya no le permite ni educar, ni construir, ni entregar ni soportar, lo más seguro es que de la energía para patalear le quede poco; que la voz no le sirva para gritar muy fuerte; que el empeño para perseverar esté casi agotado, y que la fuerza ya no le dé para andar intentando detener aplanadoras dictatoriales.
Ahora piensa, optimista, que si alguien patalea, grita, persevera y hace frente a las aplanadoras financieras, serán generaciones que ella no alcanzará a celebrar. Además, hay algo en que sí se ha actualizado, mal que le pese: sabe que en el sistema de libre mercado todo tiene un precio. El derecho a elegir la libertad de envejecer en la paz de la miseria, también.
Tomado de El observatorio de la universidad colombiana, noviembre 7 de 2016, http://www.universidad.edu.co/index.php/noticias/14186-las-preguntas-existenciales-y-la-burocracia-tras-la-jubilacion-de-un-docente-universitario